martes, 8 de septiembre de 2009

El terminar de un día, el comenzar de otro.

Escribo ya estas líneas desde el otro lado del charco, desde lo que algunos hemos decidido llamar “la gran nevera”. Aquí el cielo es de un azul pastel y plagado de nubes esta, normalmente pequeñas y abundantes. En ocasiones me parecen pequeñas islas en busca de un rato del sol que las caliente y al mismo tiempo irremediablemente apagan durante un leve rato la luz que nos llega a esos seres pequeños que somos desde aquellas alturas. Atrás queda ya ese “terminar de un día”, antiguo nombre de la foto en el margen derecho de este blog que mientras publico esto ya ha cambiado. Un periodo de transición que ha finalizado llevándome al sitio desde el que hoy escribo.

Llevo una semana en los Estados Unidos, mis primeros días los pasé en Nueva York, en la Gran Manzana Podrida como la nombran en una famosa película. Ciudad de cristal, hierro y ladrillo rojo liso o rugoso. De una fotogenia especial, imantada para el turista, repleta de actividad, interminable para el andante, infinita en su altura y por lo poco que hablé coincidencia en no ser grata para los taxistas. Lo cierto es que si hay choque de civilizaciones y culturas no he estado en sitio que lo refleje mejor. Ciudad en la que puedes encontrar un barrio donde los letreros, la gente, los negocios, la comida, la costumbre y los olores son de otro país, cultura e idioma sin que exista un conflicto de identidad nacional, esto no es posible en todos los países. Sin duda en España a día de hoy y de siempre sería inconcebible, no sé si por nuestro diferente carácter, nuestro más que probable provincianismo o porque nuestra historia nos muestra y enseña que siempre consideramos lo nuestro como sagrado y por tanto intocable. Nueva York se me presentó con carácter duro al inicio, alejado, frío, resbaladizo, gris e impersonal y muy posiblemente lo sea, pero con el pasar del tiempo es también alegre, improvisado, sorprendente, alternativo y espacioso. Es complicado no enamorarte completamente de ella en unas horas, en pocos días aunque no sé si este romance dura un baile, una noche o una luna de miel.
Para llegar a St Paul hice escala en Filadelfia, aquí llegue en lo que para J. Ford sería La Diligencia moderna. Un avión de vuelo interno con solo dieciocho asientos, dos motores, tres tripulantes y unos pasajeros de lo más representativo. Un militar uniformado para la guerra del desierto, varios hombres con bigotes típicos alargados hasta la comisura de los labios, predominio del pantalón corto y las sandalias, algún afro americano, y una rubia que parecía de vuelta de todo. Mi destino Woodbury, suburbio (pueblos) cercano a St Paul en Minnesota de clase media, donde uno puede apreciar en pocos días cuál es el modelo de vida norteamericano tan plagiado y perseguido a la par que denostado en Europa.

Escribo en un momento de desvelo, son las cinco y veinte de la mañana y me da miedo levantar la persiana que podría mostrarme el secreto de un mundo que parece completamente nuevo cada día. Como si millones de pequeños seres limpiasen, cortasen, barriesen, frotasen y colocasen todo el escenario que en muchas ocasiones parece este lugar. Los suburbios son respetuosos con la naturaleza que le circunda, casas mayoritariamente individuales y otras adosadas, jardines y césped que nada tienen que envidiar con los de los estadios de fútbol profesional, espacios verdes para cada casa y comunidad, orden y concierto en la construcción, todo de cuento y a mi entender algo artificial. No sé si es parte de mi mentalidad oscura, mi escepticismo obligado, mi construcción mental que todavía se aferra a España o las tres al mismo tiempo pero sin dudad hay un fondo que me parece de cartón piedra. En mis viajes por los suburbios me doy cuenta de que es copia uno del otro, otro del siguiente y, el siguiente de aquel. El mismo orden, el mismo tipo de construcción, el mismo gran centro comercial con las mismas tiendas, separado a la misma distancia del centro residencial, todo ha sido medido por la misma regla, cortado por el mismo sastre, construido por el mismo alfarero. Me pregunto si esto genera individualidades atrapadas en un mismo tablero, con distancias perfectamente medidas para que todo encaje, sea regular, que todos jueguen con las mismas reglas, que nada se salga de la línea dibujada, tiempo espero tener para dar respuesta a esta y otras preguntas.

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