martes, 26 de mayo de 2009

Dulce belleza sencilla.

Era un periodo de transición estacional, entre el invierno y la primavera, de esos días madrileños donde hay la luminosidad primaveral y al mismo tiempo un suave frío que se combate con ropa de entretiempo. El anden del metro fuera de hora punta, semivacío, debía haber pasado no hace mucho el último tren. Él se encontraba a la espera, sentado en uno de los bancos, leyendo, sin mirar a nadie, absorto en su novela. No se dio cuenta de su presencia hasta pasado un rato, en el momento que tuvo que pasar página se vio obligado a salir de su aventura literaria y al levantar la cabeza la vio. Ella era de mediana estatura, de belleza sencilla, austera y limpia, no pretendida ni buscada, posiblemente estudiante de largo recorrido. En el bolso colgaban desordenadamente lo que parecían ser apuntes, erguida y concentrada leía un libro en el que él, a lo largo del viaje, pondría todo su interés en conseguir averiguar. Vaqueros azules claros y desgastados, sin rotos, fuera de la moda actual, chaqueta vaquera verde, pelo castaño claro recogido en dos trenzas que se posaban delicadamente sobre sus hombros.
Él no sabía bien que fuerza desconocida no sensible, abstracta y etérea le atraía hacia ella pero esta no le dejaba volver al libro: una, dos, tres líneas y cabeza de nuevo al frente. La gravedad parecía haberse puesto del revés ya que era incapaz de bajar la testa y retomar la novela. Llega el tren y suben al mismo vagón, los asientos ocupados, de pie los dos, tres pasos de separación. Él se pregunta: ¿qué libro lee?, ¿vivirá por el barrio?, es más, ¿se bajará en mi parada?, ojalá me regale un rato más de su tiempo, sino –pensó- soy capaz de esperarme a ver cual es, aunque me vea obligado recorrer toda la línea del metro. Mirarla y bajar la cabeza, intentar leer y pensar si sigue ahí, subir la mirada y comprobar que no es un espejismo, desear que mire y mirar, búsqueda de un encuentro mantenido bajo la comunicación de los sentidos. Deseaba que dejase su libro y fuese presa del mismo campo de fuerza al que él estaba sometido gustosamente.
Una parada y gente que sube, cuerpos que se interponen entre los dos, ella en el libro, él en espera de ella y… ¿que libro será? Sin duda la tiene enganchada. Dos paradas sin levantar la cabeza, y otra vez puertas que se abren y se cierran. ¡Ay! se queda y no baja, poco recorrido me queda, mira el panel: una, dos, tres paradas. Nueva estación con su entrada y salida de viajeros, como al inicio nada más que el aire y el pudor se interpone entre ellos: ¡más no se puede mirar! más intención no se puede poner, las leyes del decoro no lo permiten.
Finalmente a él no le queda otra que apearse, ha quedado muy a su pesar. En el ultimo momento consigue ver el autor y nombre del libro “Los renglones torcidos de Dios” de Torcuato Luca de Tena, sin duda su obra más conocida, le hubiese encantado atreverse y decirle que de Torcuato el bueno, bueno aunque desconocido es “Escrito en las olas”. Se despide pensando: hasta otra dulce belleza sencilla, hasta otra estación, otra línea, otro día u otra vida.

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